Imprimí todo:
capturas de pantalla, vídeos, extracto bancario.
Esa noche llamé a mi hijo y a mi nuera a la mesa.
Puse los papeles delante de ellos.
Este es el dinero que Jun me ha enviado…
durante todo un año.
Pero nunca recibí ni un centavo.
Mira… aquí está la prueba.
Mi hijo mayor abrió la carpeta.
Cuando vio la imagen de su esposa en la pantalla… se puso pálido.
Con la voz quebrada le preguntó:
¿Es cierto?
¿Eres tú?
Mi nuera cayó de rodillas, llorando incontrolablemente.
Perdóname, mamá… perdóname, cariño…
La avaricia me venció. Vi cuánto dinero enviaba Jun y pensé que lo estabas guardando para cuando regresara… ¡
Y lo pasábamos tan mal!
Por eso lo hice… por eso tomé el dinero…
Sus palabras me dolieron más que cualquier otra cosa.
No por el dinero…
sino por la traición.
Mi hijo golpeó el puño sobre la mesa, lleno de rabia.
¡Te metiste con mi madre! ¿Cómo pudiste?
Agarré su brazo, llorando.
—Tranquilo, hijo. El dinero se puede recuperar.
Pero cuando una familia se rompe… esa herida nunca sana.
Solo te pido una cosa:
sé honesto.
No dejes que el dinero destruya lo más preciado.
Toda la casa quedó en silencio.
Mi nuera lloró incontrolablemente.
Mi hijo apretó los puños, avergonzado.
Al día siguiente, mi nuera devolvió todo el dinero y prometió que nunca más lo haría.
La perdoné…
pero la herida permaneció.
Esas imágenes del banco… nunca las olvidaré.
Una cicatriz en mi corazón.
Una cicatriz hecha por la traición.
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